Crónicas de América 6. Viñales

Los accidentes no siempre son malos

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Leí en un folleto que el Parque Nacional del Valle de Viñales, Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, en torno al que gira todo el municipio, es un accidente geográfico. A veces los accidentes, como pasa en nuestro día a día, son la mágica casualidad no prevista que nos hace cambiar nuestro sino. Cada uno de ellos supone un efecto mariposa que por muy pequeño que parezca hace que el destino abrace ese libre albedrío que tanto ansío. Aquí estoy hoy, preguntándome por mi camino en la vida en mitad de un bello accidente lleno de mogotes que me recuerdan a los paisajes del norte de Tailandia. Los mogotes son elevaciones de roca caliza adornadas con el verde y repletas de una vegetación que nutre de existencia a una fauna abundante, y donde los pájaros llevan la voz cantante, nunca mejor dicho. Fábricas de puros, cascadas, bueyes de carga, campesinos a caballo y atardeceres de postal completan la maravillosa estampa de este lugar.

El llegar proveniente de La Habana, que como toda gran capital alberga la mayor concentración de posibilidades del país, hace que el contraste sea mayor cuando el silencio de la ciudad de Viñales da la bienvenida al visitante. La inmensa belleza de la naturaleza secunda la primera impresión de tranquilidad. Elipsis de ruido y entorno natural se alían entonces para hacer de éste uno de los más mágicos rincones de Cuba.

De las primeras cosas que hago nada más acomodar mis mochilas en la casa donde dormiré un par de noches es acudir a la calle Camilo Cienfuegos número veintitantos, donde me espera Olimpia. Mi amiga barcelonesa Iris, antigua compañera de trabajo de mi etapa laboral en Holanda, me pidió que en caso de llegar a Viñales hiciera una parada en esa casa. El vínculo que les une desde que mi amiga visitó Cuba, hace ya varios años, permanece intacto. Olimpia y su hermana, fallecida mientras Iris se hospedaba en su hogar, subsistían de la renta de las habitaciones. Hoy mi protagonista vive sola y con duras penas se alimenta, pues no trabaja. La vivienda, mucho más descuidada desde que no es negocio, alberga hoy tan sólo la nostalgia de lo que un día fue y jamás volverá a ser. Del movimiento continuo de nuevas personas que alegran los días y alimentan el alma Olimpia ha pasado a temer la sombra de la muerte, que ha calado fuertemente en su vida; en un corto periodo de tiempo han fallecido su hermana y alma gemela, su madre y su ex-marido.

Al llamar a su puerta, sin embargo, lo que me inspiró fue alegría de vida. Sólo con ver mi aspecto inconfundible de europeo perdido con la cámara al hombro mezclado con la incongruente seguridad mostrada al saber que estaba en el lugar indicado, Olimpia agarró la certeza de que iba de parte de “su niña”. Al rascar un poquito, como me anda sucediendo con la mayoría de los cubanos con los que hablo largo y tendido, van saliendo los sentimientos escondidos detrás de la inicial y casi forzada máscara. Soledad y melancolía aparecen entonces en un permanente pavor a la muerte ajena y a la propia.

Me senté en una especie de sillón que preside el salón principal de la casa, que se fusiona con la cocina. Al fondo se sitúa un descuidado patio, y al lado derecho las dos habitaciones que Olimpia no se atreve a enseñarme por vergüenza. Rápidamente saca un álbum de fotos y un cuaderno que guarda como el más valioso de los tesoros. Son los recuerdos de una vida que casi asume como extinta. La tristeza de su mirada se niega a admitir que la vela siga encendida y sin embargo, con la dulce desesperación del que se siente solo, se agarra a la esperanza de ser querida. Cuando comenzó a leer las emotivas notas que les escribían los huéspedes, en especial Iris y su amiga XX, las lágrimas se convirtieron en cascadas que recorrían las rocas de sus mejillas.

La gran virtud de esta señora con la que tengo la suerte de sentarme a charlar es la de no vestirse de víctima. Ella es la prueba de que llorar no es, necesariamente, culpar. Asume que las circunstancias de su existencia no han sido exactamente como ella hubiese deseado, pues no es plato de buen gusto ver partir a todos tus seres queridos. Pero no deja de soñar con que todo vuelva a ser como antaño. Por eso no deja de leer las cartas y de observar las fotografías, manteniendo viva la esencia de esos momentos.

Tras un par de horas charlando con mi nueva amiga, decido marcharme. Me encantaría disfrutar de más tiempo con ella, pero aún tengo muchas cosas que descubrir de Viñales antes de mi madrugadora partida. Nos fundimos en un abrazo de los buenos, de los que duran medio minuto. Es increíble cómo hay personas que se cruzan que, con tan sólo un ratito, te llenan tanto. Hoy he descubierto que llenar es enseñar. Las personas que nos llenan son aquellas que nos aportan una enseñanza de vida, y lo de hoy fue una clase maestra de bondad, cariño y melancolía. También aprendí sobre el enorme miedo a la soledad que tenemos las personas.

A través de mis viajes me he dado cuenta de que todo ser humano, por diversas que sean sus circunstancias, es en su esencia muy semejante. En el fondo de nuestro ser todos albergamos ilusiones, bondad, amor… Pero también traumas, inseguridades y miedos. Y el mayor de los temores no es otro que el de acabar solos. Lamentablemente no nos basta con ser buenas personas para asegurarnos de que siempre nos rodearán nuestros seres queridos. Nunca se me olvidará que, al alejarme de la casa de Olimpia, y después de compartir con ella tan sólo unas horas, me espetó un “te quiero mucho”. No me sorprendió, no obstante, dado que entendí la necesidad de sentirse querida y también de querer que revelaba, que no es menos importante.

Seguro que todos tenemos algún familiar o amigo, o al menos conocido, del que intuimos que se siente solo. Y no nos cuesta nada, de tanto en cuanto, regalarle compañía y un poco de nuestro tiempo, que al fin y al cabo es el mayor de nuestros tesoros. De ese modo podremos contribuir al menos con un granito de arena a cumplir el precioso sueño que tantos compartimos: el de no sentirnos solos.

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