Crónicas de América 4. Trinidad

Bonitas fachadas que esconden miserias

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Nunca aconsejaré a nadie seguir el ritmo a un grupo de jóvenes cubanos que tengan ganas de fiesta. Si los pronósticos se cumplen y para intentar mantener las apariencias y el pabellón alto uno no desestima el ron ofrecido por los lugareños, la mañana siguiente sólo se puede traducir en dolor de cabeza. Para recuperar las ganas de vivir no hay nada mejor que un desayuno lleno de frutas, entre las que distingo el dulce sabor del mejor mango del planeta, la piña y el plátano. Rumbo a mi próxima parada me recoge un precioso taxi de los años cincuenta, tan verde como el paisaje del camino. Los coches aquí, llamados “carros”, son Frankensteins cuyos doctores son sus propios usuarios. Así, la piel de un antiguo Chevrolet del cincuenta y siete lleva en su interior como motor el corazón de un Citroën Saxo de finales de los noventa. El aire acondicionado apenas llega a la parte de atrás, por lo que las ventanas permanecen abiertas. El trayecto dura poco más de una hora y el camino se intuye desde su inicio agradable y en buena compañía. Al volante va un cubano, de copilotos un matrimonio rubio de piel transparente de checos proveniente de Praga y a mi izquierda, en la parte trasera, una pareja de italianos con la que practico una lengua que tengo oxidada.

Mi destino, Trinidad, es de las ciudades más bellas en las que jamás he estado. Sus calles no están asfaltadas con alquitrán, sino que siguen manteniendo la estructura de piedras redondas de siglos pasados que construyeron los españoles. En mitad del verde selva y rodeados de montañas y playas despiertan sus poco más de cincuenta mil habitantes cada amanecer. Al atardecer, el color rosa domina el cielo. A los locales de la capital de una provincia llamada Sancti Spíritus les acompaña una marea de turistas que acude a disfrutar de la belleza de un lugar que es, ante todo, diferente.

La Villa de la Santísima Trinidad fue la tercera villa fundada por la Corona Española en Cuba, en 1514. Fue Diego Velázquez de Cuéllar, conquistador español considerado el primer hispano-cubano de la historia, el que fundó las siete primeras ciudades españolas de Cuba. La excelente conservación de esta urbe colonial contrasta con lo que se ve en otros rincones del país. Aún así, como en todo lugar que se preste en la isla, abandonar la zona más cuidada y emprender camino hasta dejar de ver visitantes extraños me da la oportunidad de advertir la verdadera estampa de Trinidad. Las casas son la representación misma del sentir de sus gentes: las coloridas fachadas emulan las sonrisas y alegrías características en todo cubano, mientras el interior descubre la cruda realidad de las flaquezas de un país ahogado en la miseria.

Para muchas familias de aquí el poner nombre a los días parece carecer por completo de sentido. Para ellos, mañana será igual que hoy y que pasado mañana. Nada cambiará. Los que trabajan lo hacen sin descanso, a un ritmo extremadamente ralentizado. Las colas se forman hasta para hacer cola, en un escenario en el que la paciencia se convierte en virtud forzada. Existe una abismal diferencia en el trato al cliente entre los comercios del estado y los particulares. El empleado del estado cobra, a final de mes, alrededor de unos veinte euros. “¿Para qué me voy a romper el lomo? ¿Para qué ser amable? ¿Para qué estresarme?”, debe pensar. No hay que ser experto en psicología laboral para darse cuenta de que la nula motivación sólo trae consecuencias traducidas en una más que lamentable atención, lentitud, ausencia de sonrisas y en muchos casos mala educación. Gasolineras, cafeterías y heladerías del estado, tiendas de telefonía, oficinas de cambio de divisa, bancos… Esos lugares contrastan con la amabilidad, buen hacer y simpatía de los negocios particulares. En las principales fuentes de ingresos de ciudades como Trinidad en las que se han convertido las casas de alquiler de habitaciones y los restaurantes, la calidad del trato es excelso. Pero claro, de la prosperidad del negocio depende la economía de muchas familias.

En uno de esos ratos en los que decido perderme caminando, mientras me alejo de la comodidad del centro, me cruzo con decenas de taxis a caballo, con vendedores ambulantes de gallinas vivas amarradas con una cuerda y comercios que parecen sacados de una novela de posguerra en sus primeros episodios. Se trata, verdaderamente, de un país atrapado en el pasado. Mientras el mundo sigue girando, Cuba espera con impotencia que el tiempo pase. Lo malo es que las horas siempre caminan en su contra.

Si el bienestar de unos pocos siempre estuvo supeditado al trabajo bruto de otros muchos, el caso de Cuba es único: la amplia mayoría vive en la miseria, y los que tienen no tienen tanto. Los desequilibrios no se aprecian tan claramente como en otros países en los que el contraste entre zonas ricas y pobres es extremo. A pesar de que el turismo ha dado la posibilidad a algunas familias de mejorar sensiblemente el nivel de vida, aún no se ven esas diferencias económicas que intuyo llegarán, más pronto que tarde, si el país se sigue agarrando al sector servicios como a un clavo ardiendo. Por ahora, por lo que he podido dilucidar, la amplia mayoría sobrevive en un deplorable nivel de vida.

Una de las personas que jamás olvidaré de mi estancia en Trinidad es la vendedora de collares, llamada Doña Carmen. De poco menos de ochenta años aunque de apariencia mayor por el duro pasar de sus días, me cuenta en el rellano de su casa que lleva más de veinte trabajando en la calle. Al parecer, desde que su marido tuvo un accidente por el que le dieron de baja en su puesto de trabajo, reciben una pensión mensual de unos doscientos pesos cubanos; lo que vienen a ser unos ocho dólares para repartirse entre los dos. Con ese dinero sería imposible subsistir, por lo que se ve obligada a seguir trabajando de por vida, por muchos años que siga cumpliendo, para poder comer. Así, llueva, truene o nieve (aunque esto último aquí se antoja complicado) a esta entrañable señora no le queda otra que recorrerse las calles de su ciudad cada día para vender sus hermosos collares. Se me encoge el corazón escuchando su historia mientras me mira fijamente a los ojos, y consigue una vez más sacarme un par de lágrimas que trato de disimular. No son las primeras; ni serán las últimas.

Aunque no todo en Cuba son tristes historias. De hecho, la magia de las calles de Trinidad me van enamorando cada vez más. Cada esquina del centro de esta preciosa ciudad se establece como pequeños escenarios de conciertos espontáneos en los que la guitarra, los instrumentos de percusión y las voces corales dibujan infinitas canciones. La música es intrínseca a una cultura que nace bailando y muere cantando. Es como si el cubano no aceptase que las circunstancias decidan su nivel de felicidad, y se obligase en cierto sentido a levantarse y bailar. Mientras, suenan unas maracas acompañadas de la cuerda y otros instrumentos de percusión. Creo que se trata de otro reflejo de la sabiduría de la naturaleza: instinto de supervivencia.

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